CUÁNTAS VECES he pensado que el gusto por travestirme me nació de una “envidia secreta” que empecé a incubar hacia mis tres hermanas. Siendo yo el único varón y merecedor de todas las atenciones en una sociedad tan machista como la que yo vivía, pues el machismo en un pueblo rural es mucho más grande que el que puede existir en una ciudad, sospecho que le empezó a molestar a mi carácter egocéntrico que, en las fiestas o reuniones familiares, mis tías, en vez de dirigirse a mí en primer lugar, se dirigieran a mis hermanas para decirles lo guapas que estaban y lo bien que les quedaba la ropa o el peinado o los pendientes. Y luego… ¿qué era eso que hacían mis hermanas en el baño durante tanto tiempo, por qué sus armarios de ropa eran el triple de grandes que los míos, por qué en sus ropas estaba permitido el COLOR, el vuelo, los cinturones y los volantes, para qué servían todos esos tarros y frascos que se echaban, por qué ellas se podían poner pendientes y moños y lazos en el pelo? Cuántas veces he pensado que toda la educación que nos dan es contra natura, 100% dirigida a anular la individualidad en pos del animal de rebaño, y aunque las mujeres se llevan la peor parte también los hombres estamos llenos de neurosis a causa de las cárceles de la masculinidad.