LLEVO SEIS meses en que soy Vanessa todos los días. Neorrabioso se me está olvidando, yo no tengo nada que ver con ese tipo. La gente se asombra un poco ante mis pintas putifalderas, pero cada vez menos. Ayer entré en una tienda de segunda mano: allí coincidí con una chica que ya me ha visto otras veces y no se escandaliza para nada con mis travestismos, aunque me suele hacer comentarios, casi siempre negativos:

–Fatal otra vez. ¡No sabes vestirte de mujer, por favor, es que vas como una choni! 



CUANDO COMENCÉ a ir al dentista en Vitaldent me puse de nombre Edurne. En el Dentix de Quevedo me puse Paula. Como en Dentix las dentistas que te atienden cambian cada poco, al segundo año apareció una que flipaba con mi nombre:

—Pero, ¿cómo es que te llamas Paula?
—No, es que tengo problemas de identidad: cuando empecé aquí me sentía mujer, pero desde hace unos meses he vuelto a sentirme hombre.

Este tipo de gamberradas travestis son típicas de mí. Habré utilizado unos treinta nombres de mujer desde que he llegado a Madrid, los más frecuentes Jennifer, Vanessa, Edurne y Paula. Habrá como quince o veinte chicas que me tienen apuntado en sus móviles con maricón o nombre de mujer, casi todas ellas chicas americanas o de costumbres nocturnas o que sufren de insomnio, pues mis ratos mentales travestis me suelen llegar con más frecuencia de madrugada, donde les cuento historias increíbles de mis operaciones de pecho o trasero o mis escándalos sexuales con hombres, todos falsos, por supuesto, y que hacen que algunas se enfaden conmigo cuando descubren la verdad (algunas nunca la descubren y eso me da pie a contarles mentiras aún más gordas). Este detalle de las mentiras es consustancial a mi travesti: cuando me sueño mujer, sucede que me infantilizo y me vuelvo una mentira con patas. A veces he pensado si estaré loco (me gustaría), pero me basta entrar en las páginas anglosajonas de sissies, donde este fenómeno está mucho más extendido y es más público, para encontrar a miles de hombres que les sucede lo mismo que a mí: a todos ellos les gusta vestirse de mujer o imaginarse como mujeres; y a todos les gusta que las mujeres les llamen faggotslut cocksucker y les obliguen a comportarse como tales.

Ser hombre es un coñazo inmenso. Yo no tengo nada que ver con esos tipos. Qué aburrimiento este cuerpo mío sin caderas ni curvas ni labios gruesos. Quiero taconear como ellas y mover el culo como ellas y las manos como ellas. Quiero ponerme vestidos increíbles y perder el zapato izquierdo al regresar de noche. Quiero que venga de una vez el genio de la lámpara y me conceda el deseo secreto de mi vida:

—Quiero ser Jennifer López.





LO QUE me alucinan las mujeres con botas altas. He visto esta mañana una mujer con botas blancas, a lo lejos, cruzando la Plaza España, y me he quedado con la boca abierta como me pasa siempre. Hasta suelo preguntarme, cuando veo semejante espectáculo, si estaré viendo a una mujer que lleva unas botas o a unas botas que llevan una mujer. La pasión que he sentido desde pequeña por las mujeres que llevan ESO es tal que yo misma suelo espaciar mucho mis travelosuras cuando llega el verano, porque relaciono el 70% de mi feminidad con ese artilugio maravilloso. Hasta estoy segura de que no existe mujer fea que calce unas botas altas y tampoco ninguna que sea mala persona: en todo caso se vuelven malas cuando se las quitan.



LLEVO SEIS meses en que soy Vanessa todos los días. Neorrabioso se me está olvidando, yo no tengo nada que ver con ese tipo. La gente se asombra un poco ante mis pintas putifalderas, pero cada vez menos. Ayer entré en una tienda de segunda mano: allí coincidí con una chica que ya me ha visto otras veces y no se escandaliza para nada con mis travestismos, aunque me suele hacer comentarios, casi siempre negativos:

–Fatal otra vez. ¡No sabes vestirte de mujer, por favor, es que vas como una choni! 



ME PARA una mujer por la calle en Carabanchel y, después de ponerme cara de decirme algo muy grave, acaba diciéndome:

—Mira, Vanessa, primero te pido perdón por saber tu nombre sin conocerte, pero es que en el barrio todos sabemos tu nombre porque eres una persona muy llamativa. Llevo meses tratando de decirte algo y si no te lo digo hoy reviento. Quiero que sepas que llevo tres años observándote y lo que haces me parece increíble. Las botas de tacón que te pones todos los días no es que sean preciosas, es que sabes cómo llevarlas: no hay ninguna mujer en Carabanchel que lleve las botas con la personalidad que tú las llevas. Ya sé que esto igual ni te va ni te viene, pero quería decírtelo y animarte a que sigas así, porque cada vez que te veo me alegras el día.

VEO WONDER woman, enseguida me enamoro de la protagonista (y de dos jefazas de las amazonas), y sigo la película con el terror de que el gilipollas del espía estadounidense se la acabe tirando, cuando lo que pide la historia es lo contrario: es la dominatriz amazona la que debe ponerse un arnés y reventarle el culo al asustadísimo aviador aliado. Existen mujeres líder con las que es absurdo seguir manteniendo la comedia del dominio sexual del penetrador masculino: esto ya lo adivinó Eurípides y lo materializó muy bien Kleist en su drama Pentesilea, donde la reina de las amazonas ¡se termina comiendo a Aquiles en lo más álgido de la pasión amorosa! Yo mismo, en las pequeñas películas mentales que me ruedo antes de cada masturbación, suelo asumir el papel típicamente macho ante mujeres tipo Marilyn Monroe, Susana Almeida o Hilary Duff, pero soy incapaz de asumir un rol dominante ante mujeres tipo Xena, la tenista Serena Williams, la Uma Thurman de Kill Bill, la política francesa Ségolène Royal o la Linda Hamilton de Terminator, mujeres con las que me vuelvo pasivísimo: me gusta imaginar que me llevan a un pajar tirándome del pelo, donde se ponen un arnés y me destrozan el culo sin ningún cariño, y luego me arrojan con mucho asco un billete de cinco euros para que me quede bien claro el papel que desempeño. ¡Los hombres que en el sexo no alternen el placer de mandar con el de obedecer, el vicio de humillar con el de ser humillados, esos hombres no tienen nada que ver conmigo! Ahora bien: comprendo que Wonder woman es una película dirigida a un público mainstream y que en 2018 todavía sería un escándalo que la protagonista femenina sodomice al macho (aunque he leído no sé dónde que a los hombres europeos cada vez les gusta más que su chica les sodomice). También habría que decir, por hacerme autocrítica, que yo soy en la masturbación y en lo mental de una amplitud y falta de prejuicios asombrosa (hasta soy capaz de follar con una excavadora, como en aquel poema de Miriam Reyes), pero luego en la realidad soy un hombre asustadísimo ante los cuerpos y con un terror infinito incluso para desnudarme, ¡como para permitir que me metan algo en el culo, por mucho que sea Wonder woman!



EN UNA de mis andanzas travestis por Carabanchel, me dice una gitana:

–Tú a mí no me engañas. He conocido gente como tú, sois artistas, os gusta provocar.



CUÁNTAS VECES he pensado que el gusto por travestirme me nació de una “envidia secreta” que empecé a incubar hacia mis tres hermanas. Siendo yo el único varón y merecedor de todas las atenciones en una sociedad tan machista como la que yo vivía, pues el machismo en un pueblo rural es mucho más grande que el que puede existir en una ciudad, sospecho que le empezó a molestar a mi carácter egocéntrico que, en las fiestas o reuniones familiares, mis tías, en vez de dirigirse a mí en primer lugar, se dirigieran a mis hermanas para decirles lo guapas que estaban y lo bien que les quedaba la ropa o el peinado o los pendientes. Y luego… ¿qué era eso que hacían mis hermanas en el baño durante tanto tiempo, por qué sus armarios de ropa eran el triple de grandes que los míos, por qué en sus ropas estaba permitido el COLOR, el vuelo, los cinturones y los volantes, para qué servían todos esos tarros y frascos que se echaban, por qué ellas se podían poner pendientes y moños y lazos en el pelo? Cuántas veces he pensado que toda la educación que nos dan es contra natura, 100% dirigida a anular la individualidad en pos del animal de rebaño, y aunque las mujeres se llevan la peor parte también los hombres estamos llenos de neurosis a causa de las cárceles de la masculinidad.




HASTA NAPOLEÓN Bonaparte se travestía. El hombre que cada año enviaba 300.000 jóvenes franceses a la carnicería se vestía de mujer en la intimidad de su dormitorio. Y Julio César era llamado “la reina de Bitinia” porque en sus relaciones homosexuales con el rey de Bitinia había ocupado “la parte interior de la cama”, esto es, había asumido la parte pasiva. El hombre que fue matando galos hasta llegar al millón necesitaba hacer de mujercita con un miembro de su ejército cuando regresaba al campamento. Qué mayor prueba de que la exigencia constante de masculinidad es imposible. ¡Ni Julio César ni Napoleón podían!


Tres alimentos hay en mi vida de los que no puedo prescindir durante más de 48 horas: las lechugas, las naranjas y los tacones. Las lechugas a veces puedo sustituirlas por las escarolas, las naranjas por las nectarinas y los tacones por nada.


¿SOMOS LAS travestis machistas? Recuerdo que hace una década leí en un foro de crossdressers un hilo con este título, referido precisamente a que muchas travestis reproducimos el anti-ideal de mujer-objeto, por no decir el anti-ideal de chica rubia, guapa y tonta. En aquel hilo todas las travestis entraban histéricas a negarlo y a decir que somos justo lo contrario, "feministas y las mayores amantes y homenajeadoras de la mujer". Pero, si esto fuera cierto, ¿por qué la mayoría de nuestros modelos son vedettes, actrices o pibonazas relamibuenas y no Angela Merkel, Madame Curie o Wislawa Szymborska? La acusación de machismo, sin embargo, se cae por su propio peso cuando pensamos en las consecuencias que le acarrea a la travesti su travestismo, suponiendo que lo saque a la calle: no hay más que pulsar "travesti asesinada" en Google para saber cómo pueden llegar a comportarse los verdaderos machistas con ellas. La travesti, además, al menos en mi caso, ha nacido precisamente en un ambiente en que la obligación de ser macho, activo, serio, discreto, sólido y dominante se le ha hecho tan insoportable que su cuerpo ha generado una necesidad de tener un espacio donde comportarse de forma pasiva, vistosa, alegre, decorativa y escandalera.



DURANTE LA última semana me han escrito dos chicas muy alteradas por el asunto de mi travelo. La primera me insta a cambiar mi nombre de Vanessa, que en su opinión es "nombre de prostituta", y me dice además que "todas las Vanessas que conozco son estúpidas". Le respondo así:
A ver, una no se hace travesti para llamarse Carmen, María o Juana. Habrá muchas que se hagan llamar así, sin duda, pero yo pertenezco a la línea de las que se hacen llamar Brittany, Sharon, Pamela, Jessica, Nicole, Katty, Deborah, Samantha, Jennifer o en ese plan, nombres todos mega-super-espectaculares, porque nuestra idea de la feminidad tiene que ver con el divismo y el glamour. No queremos ser mujeres de cerro castellano sino mujeres de Himalaya para arriba (aunque luego seamos una tragedia estética la mayoría, al menos yo). Además creo que a las Vanessas ya no se nos considera tan putas o al menos nuestro nivel de puterío está por debajo de las Deborahs o las Samanthas o las Brittanys. Y esto te lo digo un poco a humo de pajas, porque tampoco es que yo pueda hablar en representación de las travestis, que supongo serán más variadas, te lo digo por cosas que he leído en foros o por los nombres que las "crossdressers" se ponen en las redes.
La segunda chica arremete contra mi vestuario, a su juicio de "choni poligonera", jajaja. Le digo que me asesore ella; al instante me manda fotos de ropa que le parece elegante pero a mí me parece horrible, ¡me quiere vestir como Carolina de Mónaco o Kate Middleton! Le contesto así:
Pero qué quieres, ¿vestirme como una mujer formal? Me parece que no te das cuenta de mi psicología travesti: cuando entro en modo Vanessa, mi ideal es ponerme las botas de tacón más exageradas, la mini más corta y un perfume que se propague por dos calles y media. No quiero ser elegante sino brillar en despampanancias. Gracias a que estoy un poco gorda me controlo un poco y no voy tan zorra. Mi ideal es el de mis santas Jennifer López, Rihanna y Beyoncé; si te fijas en ellas, siempre van minicortas o botimatonas, demostrando su poder, y en el caso de que se pongan un vestido o una falda larga, lo acompañan de un vuelo o una cola o unas transparencias como para que arda la alfombra roja.



Magnífico este artículo en español de la BBC (AQUÍ) sobre niños que se visten de princesas. La terapeuta María Ester Revelo dice sobre un caso:
Descubrimos que el niño tenía una inclinación por la estimulación sensorial que ese vestuario producía en él, tanto desde la perspectiva táctil por las texturas sedosas y suaves de los disfraces, como desde la perspectiva visual, pues le gustaban los colores brillantes y fuertes.
Claro. Nos visten desde muy pequeños de color cadáver y luego no hay quien se recupere de esa rémora. Sin inducción cultural, es imposible que un niño prefiera vestirse de James Bond antes que de Blancanieves, porque tanto el vestido como los movimientos de ella son espectaculares y en cambio el traje masculino es un muermazo y una avanzada de la muerte. 



EN CARABANCHEL los hay que me llaman Vanesa con una ese, lo que significa que no se creen mucho mi rollo o, como me dijo una gitana, “a gente como tú ya me la conozco, sois artistas y os gusta provocar”; los hay que me llaman Vanessa con dos eses, lo que significa que se creen a mi travelo pero sin poner la mano en el fuego; y los hay que me llaman Vanesssa con tres eses o más: esos están al 100% conmigo, entienden mi psicología de prosti y se decepcionan mucho si la mini que me pongo no es lo bastante corta.

A QUÉ DIOS LE PUEDE CAER BIEN UNA PERSONA COMO YO


Una mujer a la que conocí regentando una tienda de segunda mano y a la que compré cientos de libros me paró por la calle; me dijo que le habían echado del trabajo y que necesitaba dinero; se ofreció para limpiarme la casa por seis euros la hora, yo le dije:

—Pero... es que hay un problema.
—¿Qué problema?
—Que mi casa no tiene una suciedad cualquiera, mi casa es Chernóbil.

Al final entró en Maracaná y me la está dejando como los chorros del oro. Le pago diez euros la hora porque seis me parecía poco. La mejoría de mi piso es tan escandalosa que mis tres gatos se revuelcan por el suelo por primera vez en años, por lo que estoy haciendo cálculos para ver si consigo ahorrar entre 100 y 150 euros cada mes, ahorro que podría conseguir si dejara de comprar libros y tacones. Con Pilar, que así se llama, me llevo de cine, se me ha olvidado decir que me conoce desde siempre como Vanessa:

—Cuando te vi entrar en mi tienda como Vanessa, me hiciste tanta gracia que me caíste bien desde el principio.

Se ha adueñado de Maracaná: va a ponerme cortinas para la ducha, un desagüe nuevo para mi fregadero y quiere que tire mi colchón a la basura. Hasta quiere hacerme lentejas y tortillas, y eso que le digo que gano poquísimo y que no le voy a poder pagar. También me ha hecho renunciar un poco a mis hábitos diogenescos: desde que viene a limpiar me he duchado dos veces. Sin embargo, no todo son vino y rosas, porque un día me espetó:

—Pero que sepas que te estoy limpiando la casa porque soy tu amiga, ¿eh? ¡Porque esta casa no necesitaba una limpiadora, Vanessa, esta casa necesitaba una brigada de desinfección!

Pilar es además una evangelista rabiosa. Tiene una versión muy particular de las causas del coronavirus: 

–Dios está muy enfadado con nosotros a causa de la droga, las violaciones y los asesinatos, y ha enviado el coronavirus como advertencia de que viene pronto el fin del mundo.

Quiere reclutarme para la causa de la espiritualidad religiosa. Yo le digo que de acuerdo, que estoy dispuesto a abrazar cualquier causa que detenga mi constante aumento de lucidez, pero le advierto de que lo veo imposible:

–Dime tú a qué Dios le puede caer bien una persona como yo, que ha renegado de su madre, de su familia, de su pueblo y de todas sus patrias, y que teniendo pitilín sabe caminar sobre tacones de aguja de 15 cm.

Ella se queda mirándome un poco vacilante, como reflexionando, pues creo que mis argumentos le parecen de peso, pero al final me dice:

–No, Vanessa: yo siento que tú eres buena persona y, si lo siento yo, Dios también lo siente.