DE GÉNERO fluido nada. Sé que me lo dicen con buena intención, pero no. Más bien soy de género chocador: yo me choco con todas las combinaciones posibles y nunca estoy satisfecha ni con la misma insatisfacción. Entiendo que lo fluido es algo que mana con facilidad, que se desarrolla en un chorro largo y sostenido, sin estorbos de ningún tipo, y por eso puedo decir sin margen de error que no he fluido en la vida: yo en cambio tropiezo y me atasco y me desmorono.


Maricón de España


UNO DE los cambios que más celebré cuando me saqué el carnet de conducir a los diecinueve años es que al fin podía dar un paso más en el travestismo que arrastraba con vergüenza desde los diez años. Hasta entonces me limitaba a bucear en los armarios de mis hermanas para probarme sus ropas, pero a partir de ahí me iba en coche a Mungia, Derio o Leioa y una vez allí me vestía de mujer y me paseaba unas horas, feliz de la vida, disfrutando hasta el éxtasis de mi taconeo o del roce de las ropas sobre mi cuerpo. Pero resultó que todo el mundo me miraba con miedo o asombro o en silencio, como si fuera una ornitorrinca, pues se trata de pueblos más o menos pequeños donde rige la idiosincrasia euskérica de la discreción, el silencio y el “saber estar”, por lo que no me sentía ni siquiera un milímetro de cómoda. Hasta que descubrí Sestao.

—¡Vanessa, eres preciosa!
—¡Guapa, guapa, guapa!
—¡Vaya porte!
—¡Pedazo de maricón!
—¡Condesa de los payos!

La primera vez que fui a Sestao coincidí en mi caminata con una zona de gitanos donde me recibieron a grito pelado, como si fuera una fiesta mi presencia, y ahí descubrí que me gustaba mucho más este modo de comportarse conmigo que el de los habitantes de los pueblos euskéricos, siempre contaminados de seriedad. Pero mi júbilo llegó al máximo en las veces siguientes, porque resulta que la gente hablaba conmigo y me daba cositas:

—Vanessa, ven, que tengo algo para ti.

No sé la de faldas, pendientes, collares, perfumes o barras de labios que me regalaron en los diez años que fui por allí. Cada vez que aparecía con periodicidad de dos o tres veces al mes, a los gitanos se les iluminaba la cara y me celebraban y me regalaban cosas sencillas y baratas procedentes de los mercadillos donde algunos de ellos trabajaban. Hasta que un día una gitana llamada Sofía de cuyo nombre nunca me olvidaré me regaló un vestido rojo y amarillo:

—Pero Sofi, —le dijo otra gitana—, cómo le regalas ese vestido, a ver si le van a pegar por la calle.
—¿En Sestao? —respondió ella—. ¡Qué va!

Lo decían porque el rojo y el amarillo son los colores de la bandera de España y pueden suponer problemas en algunas zonas nacionalistas vascas, sobre todo las rurales, pero Sestao es una de las zonas más españolas de Vizcaya, con inmigrantes procedentes de muchas otras zonas de la península, y de hecho todos los gitanos de Sestao que conocí se sentían muy españoles. Por eso, en la siguiente ocasión que cogí el coche y visité Sestao me puse precisamente el vestido rojo y amarillo, que por cierto era un vestido de vuelo superbonito que me llegaba sobre la rodilla, y la alegría de los gitanos se desbordó. Fue ese día cuando me dijeron por primera vez la expresión:

—¡Maricón de España! ¡Divino maricón de España!

Y claro, yo, que siempre he tenido una relación conflictiva con la palabra España, contraria a ella entre los 14 y los 18 años de mi vida, cuando era nacionalista vasca; ni a favor ni en contra entre los 18 y los 30 años, cuando dejé de serlo, y otra vez en contra a partir de que se muriera mi padre y empezara a aborrecer todo tipo de nosotrismo, enseguida me di cuenta de que no era lo mismo “España” que “maricón de España”. Me di cuenta de que el segundo término me gustaba, sobre todo por el ambiente de alegría con el que me lo decían, por lo que recuerdo que comencé a ponerme ese vestido sin parar, porque además era muy cómodo, y los gitanos me siguieron regalando más cosas rojas y amarillas.

—¡La Pantoja de Sestao!
—¡La reina de la patria!

Cuando tenía 28 años, dos años antes de venirme a Madrid, pasé cuatro meses viviendo con Iratxe precisamente en Sestao. Iratxe conocía mi travestismo, pero nunca le dejé que me viera travestida porque yo, cuando me visto de mujer, no solo me visto de mujer, sino que cambio de psicología completamente y me convierto en otra persona que sospechaba que a Iratxe no le iba a gustar. Iratxe ya tenía la mosca detrás de la oreja sobre mi sexualidad desde hacía mucho tiempo, porque desde el primer minuto le dije que no estaba dispuesta a tener relaciones sexuales con ella en lo que se refiere a la penetración, que me causa terror y náuseas. Ella pareció aceptarlo, porque además tenía problemas en el colon y a ella tampoco le gustaba, pero lo de que solo “parecía” lo comprobé en los siguientes años, cuando al mínimo calentón conmigo me salía con que ella necesitaba un hombre con una buena polla y que estaba harta de mí:

—¿Qué diferencia hay entre salir contigo y salir con un amigo gay, Alberto? ¿Qué diferencia?

Los cuatro meses viviendo en Sestao fueron maravillosos por una parte, porque multipliqué mi número de salidas travestis, pero también hubo algunos problemillas, por ejemplo cuando algunos gitanos me encontraban por la calle el día en que no iba vestida de Vanessa y se decepcionaban conmigo:

—Vanessa, ¡tienes que luchar!
—Vanessa, no te avergüences de lo que eres.

Pensaban los gitanos que yo me vestía de señoro porque no resistía la presión del entorno y en parte tenían razón, pero no sé hasta qué punto. En aquel tiempo yo no sabía de verdad quién era (tampoco lo sé ahora al 100%) y aún pensaba que podría ser un hombre con ciertas fases de travestismo. El otro problemilla fue precisamente que cada vez que salía con Iratxe a la calle tenía miedo de encontrarme con los gitanos, pues temía que me gritaran “Vanessa” o “maricón” con la misma sana naturalidad con la que me lo gritaban cuando no iba con ella, por lo que ponía las excusas más variopintas para evitar la zona gitana de Sestao. Tuve siempre la suerte de que, las veces que  me encontraron con Iratxe personas que me conocían como Vanessa, nunca me dijeran nada:

—Vanessa, te vimos el otro día con una chica.
—Sí, mi hermana mayor —les mentía yo—.

Tampoco quiero decir que los gitanos de Sestao tuvieran travestifilia. Al revés, había de todo y la mayoría de ellos y de ellas eran de un machismo elemental. A veces, cuando alguna gitana me elogiaba mucho por "olé tu valentía", salía su marido u otra gitana y le espetaban:

—Pero vamos a ver, Josefa, tú que alabas tanto a Vanessa, ¿qué harías si tu hijo se volviera como Vanessa?
—¿Mi hijo como Vanessa? —contestaba Josefa, cambiando de pronto de opinión—. ¡Lo mato! ¡Lo mato con mis propias manos!

Entonces todo el mundo rompía a reír y se ponía de acuerdo con Josefa, pero después de unos minutos comenzaban a reflexionar y al final le quitaban la razón:

—Si tu hijo se vuelve Vanessa lo aceptas, Josefa, como haríamos todas con un hijo. ¡Anda que no hay también maricones entre los gitanos! ¡Se llora tres noches, pero a la cuarta lo aceptas!

Me ha venido a la cabeza esta historia porque el viernes pasado, en Carabanchel, cuando comía menú del día en uno de los tres bares de la zona donde les caigo muy bien, la camarera me dijo:

—Oh, sueles venir muy “patriótica”.
—No —le dije yo—, es justo al revés, pero me encanta el rojo y el amarillo.

Todos tenemos contradicciones, pero las mías no caben en cinco trailers. Cómo decir que soy antiEspaña pero a la vez promaricón de España. AntiEspaña porque tengo un problema no solo racional sino de carácter estomacal con los autóctonos de todas las partes del mundo, empezando por los vascos, que suelen tender a la pureza, al egoísmo y la mediocridad, a defender un “nosotros” pequeño, cutre y creado en-contra-de. Pero a la vez soy promaricón de España porque me gustan todas las personas que parecen extranjeras en un lugar, lo mismo gitanos, maricones, trans, negros, indios o musulmanes, a los que noto enseguida que se comportan de forma más frágil, sin dar puñetazos en la mesa, como si fueran de una zona limítrofe o “no hubieran nacido allí”. 

Los gitanos de Sestao fueron el primer grupo con el que me sentí bien como travesti. Fue tal el cariño que me cogieron que, una vez que me pasé tres meses sin visitarles, se preocuparon tanto que me trasladaron que en adelante, en el caso de que algún día me pasara algo con “algún imbécil”, que se lo dijera a ellos para darle un escarmiento:

—¡Como no aparecías te juro que pensábamos, tate, a Vanessa ya le han dado una paliza por vestir así! 

Es una de las cosas más bonitas que me han pasado en la vida: ¡hasta entré a ser una protegida de ese círculo de venganzas de los gitanos, que no sé si es una leyenda que se cuenta sobre ellos o es realidad verdadera! 

Cuando llegué a Madrid, sin embargo, tuve otro ataque de masculinidad y de autovergüenza y me desprendí de toda mi ropa de Vanessa, entre ella la roja y amarilla y también el vestido famoso que me regaló Sofía, el que más me he puesto en mi vida. Pero pronto volví a las andadas para confusión mía, pues me di cuenta de que la vida paralela que llevaba, que en Vizcaya había pasado desapercibida por la discreción de sus habitantes, en Madrid era hipercelebrada e hiperescandalosa porque los madrileños son más abiertos y charlatanes. Más de una vez sucedió que vecinos de Lavapiés le hablaron a Iratxe del "maricón del barrio", con mucho jolgorio, refiriéndole cómo vestía y movía el culo, sin saber que le estaban hablando de su marido, por lo que ella me empezó a decir medio en serio medio en broma que no sabía a qué había venido yo a Madrid, si "a ser escritor o a ser maricón". Más tarde me di cuenta de que era inútil insistir en mi masculinidad, sobre todo si no estoy dispuesta a tener sexo con las mujeres, por lo que poco a poco volví a comprarme ropa y recuperé mi nombre verdadero de Vanessa, que ahora lo siento como si lo hubiera llevado desde la tripa de mi madre.

Fue aquel grupo de gitanos el que me puso los nombres de Vanessa y maricón de España. Aquellos gitanos los que, en lugar de abochornarse de mí, me celebraban e incluso me regalaban ropas y fruslerías femeninas. Que captaron que yo no soy un hombre ni una mujer, sino otra cosa que también estaban dispuestos a aceptar para sus hijos "después de llorar durante tres noches". Recuerdo el día en que Sofía me regaló el vestido rojo y amarillo, con qué orgullo decía a las demás “ese vestido se lo regalé yo, es como nacido para ella”. Recuerdo también que Iratxe, a pesar de todas las precauciones que tomaba con ella para que solo descubriera la punta de la punta de la punta del iceberg de mi travestismo, una vez estuvo a punto de pillarme: fue el día en que miró dentro de mi armario de Vanessa y se quedó sorprendida por el predominio de un color.

—¡Cuánta ropa amarilla! —me dijo, sorprendida—. ¿Te gusta el color amarillo?
—Sí, —le respondí con nervios—. Mucho.

No sé por qué casualidad Iratxe no se dio cuenta de que en aquel armario, además de mucho color amarillo, había la misma cantidad de color rojo, ropa que me ponía sin parar porque me gustaba y sabía que les gustaba a los gitanos, sobre todo a Sofía. Por qué milagro no descubrió que yo, en Sestao, no solo era su marido Alberto, sino también Vanessa y el maricón de España.



NO SON las aes mejores que las oes o viceversa, pero las personas llenas de deseo y curiosidad sufrimos mucho si vemos que hay dos tartas maravillosas y solo podemos comer de una. Si de pequeña alguien me hubiera dicho "qué guapa estás", como les decían a mis hermanas, me habrían hecho un gran favor, porque supe desde el principio que estar guapa era mucha más belleza que estar guapo. Quería ser guapa, lista, loca, mágica, ese tipo de aes; y quería ser rápido, travieso, intrépido, obstinado, ese tipo de oes. Una vida de solo oes me limita me enferma me calcina me destruye.


LO QUE cada vez me molesta más de Hugo, Nietzsche, Neruda, Bukowski, Houellebecq: que no hayan dado muestras de disolución del yo, que hayan conservado la ficción de una identidad dura, al contrario que Pizarnik, Plath, Woolf o Tsvetaeva, que muestran una identidad borrosa o a-punto-de-romperse. Ya es curioso que todas sean mujeres y suicidas. ¿Será que los hombres se ven obligados al militarismo de la identidad compacta? ¿Será que las mujeres sufren en el casi-yo, consecuencia del papel subalterno que se les ha otorgado desde la cuna, como se refleja tan bien en los diarios de Plath?


QUIZÁ PODRÍA meter también a Gide o a Proust o a Pessoa como ejemplos de identidades gaseosas, si bien obsérvese que los tres son la antítesis de lo masculino. En el momento en que te liberas de lo macho, el yo se vuelve mucho más flexible, ya no necesita repetirse, ¿pues qué es una identidad sólida, sino una repetición incesante? ¿Pensaría en esto Coleridge en su teoría del artista andrógino? Mientras el artista-hombre quiere liberarse de la carga del yo, la artista-mujer quiere acceder a él, pues la mujer ha sido a lo largo de la historia una persona-sin-yo, una persona que está supeditada al yo del hombre. Pero el acceso al yo solo es creativo si lo desmasculinizas y lo conviertes en multiyo ⇒si adelgazas o destruyes la ficción de la identidad.



DESDE MUY pequeño se me han hecho las críticas de que no tengo fuste, de que no soy sólido, de que me quejo, de que soy débil, de que soy un charlatán, de que no razono, de que soy voluble… que son las críticas comunes que se les vienen haciendo a las mujeres desde la noche de los tiempos. Lo más femenino de mí no está en mi armario ni en mi ropa ni en mis tacones: está en mi cerebro.



SOBRE MI último nombre/gamberrada, pedacito de maricón, observo que las dos primeras acepciones de maricón en el DRAE confirman al 100% mi condición:

1. Afeminado, que se parece a las mujeres.
2. Dicho de un hombre: Apocado, falto de coraje, pusilánime o medroso.

La primera acepción la llevo cumpliendo desde los diez años, cuando corría a los armarios de mis hermanas a probarme sus ropas; y la segunda la llevo conmigo desde que nací, porque, salvo algún relámpago de valentía que me ha surgido en ocasiones, sin duda por error, he sido siempre un cobardica que todo lo soluciona huyendo y recluyéndose en su soledad.



DE LAS mejores cosas que me pasaron este año fue que mi masturbamusa política favorita con mucha diferencia, la ex presidenta Cristina Cifuentes, se encontró por la calle con un cubo neorrabioso y lo subió a su Instagram: cuando vi la fotografía me invadió la cursilería del “sueño cumplido”. ¿Y por qué hay tantas políticas entre mis masturbamusas, y por qué casi todas son de derechas? Sin duda porque soy un hombre beta, la mínima cantidad de hombre que puede haber en un hombre, y me electrizan las mujeres fálicas y poderosas, las pentesileas que me ningunean, me penetran y me dan órdenes. De hecho, no pude dejar de pensar que la presi, cuando se encontró con el cubo, sintió la vibración telepática de su maricón favorito.



CADA VEZ se me hace más pesado vestir de hombre, las raras veces en que todavía lo hago. Esta mañana me he puesto mis botas altas negras, unos pendientes exagerados y un vestido amarillo, y al mirarme sin querer en el espejo, me he sorprendido un montón: ¡qué guapa estoy!, me he dicho, pero no era guapura lo que veía, sino comodidad, autoafirmación, naturalidad. Cada vez que salgo vestido de hombre, me pasa que camino por la calle desgarbado, cheposo, como un ser desahuciado de la sociedad; es vestirme de Vanessa y empiezo a caminar erguida, balanceante, feliz de la vida, como si me estuviera comiendo el mundo.

Hoy he pensado esto, quizá sea una tontería pero para eso se escribe un diario: he pensado que en el futuro lejano, si la igualdad se va haciendo efectiva, los hombres van a terminar vistiendo como las mujeres. Se caminará hacia lo unisex, pero lo unisex será 90% femenino, porque lo femenino, en cuestiones de vestimenta o estética o perfume, es muy superior. Los hombres no pueden seguir haciéndose tanto daño, es insostenible seguir vistiendo de cadáveres por culpa de las pautas culturales. Cuando veo las reuniones de políticos en la UE, donde una mujer con tan poco sex-appeal como Angela Merkel, por el solo hecho de incorporar el color a su vestuario, parece Rita Hayworth al lado de sus compañeros grises, militares, uniformados, me suelo preguntar: ¿Es que no se dan cuenta? ¿Hasta cuándo los hombres van a insistir en ESTO? 

 …de hecho, en los pequeños cortos que ruedo en mi cabeza para mis masturbaciones, tuve uno muy recurrente en el pasado en el que sucedía esto: conocía a una chica con el mismo número de pie que yo, la misma talla de pantalón, la misma de camisa… y como ella estaba abierta a mis travestismos, al final decidíamos tener un solo armario y toda nuestra ropa era de mujer. Volviendo a mi idea de arriba, no me parece del todo estúpido que en el futuro haya parejas (supongo que ya las habrá ahora, aunque pocas) que tengan un solo armario y toda la ropa sea susceptible de ser vestida por los dos.



UNA VECINA me solía decir, cada vez que se encontraba conmigo:

—Vanessa, estamos muy contentas contigo porque nunca montas ningún escándalo.

Como si lo propio de las travestis fuera el crear escándalos, cuando el triste escándalo está en el ojo del hetero, que es un ojo viejo y detenido. Pues bien: cómo será el eco social que está causando, en los últimos meses, el aumento de las agresiones a miembros LGBTI, que esta vecina mía, que es una buena mujer, ahora ya no me agradece para nada que "no monte escándalos" y me dice en cambio, cada vez que me ve vestida corta y botimatona:

—Vanessa, ten cuidado.


HA LLEGADO el otoño y vuelvo a ser la marybotas de Carabanchel. En verano apenas me travisto porque me da pereza depilarme; pero apenas llega octubre regresa lo que soy: la que soy. De los veinte pares de botas que tengo, además, existen tres o cuatro cuyos tacones no me hacen daño, por lo que camino con ellos con una superioridad que ni una manada de leonas. ¿Cómo? ¿Que nunca has caminado sobre tacones altos? ¿Porque padeces de la limitación de creerte hombre? Entonces nunca sabrás lo que es dominar la calle, lo que es el poder.


FUI POR la mañana a recibir mi primera sesión de depilación láser en la cara, sistema del que no tenía ningún conocimiento pero presuponía, no sé por qué, que sería indoloro, y me encontré con que funciona mediante descargas y hace un daño de mil demonios, si bien la sesión de maltrato duró poco más de cinco minutos. Qué duro es el sueño de ser mujer, amigos míos, qué dura es incluso la parodia de ser mujer, como es mi caso. Hasta me planteé no volver más al centro de depilación, pero debo ser una mari valiente y además pagué por adelantado 384 euros por 20 sesiones. Cuando salí, me tocó firmar en una hoja que acreditaba que había recibido la primera sesión, así que firmé “Vanessa” con las letras muy redondas, alargadas y bonitas, como firmamos las maris.



LLEVO SEIS meses en que soy Vanessa todos los días. Neorrabioso se me está olvidando, yo no tengo nada que ver con ese tipo. La gente se asombra un poco ante mis pintas putifalderas, pero cada vez menos. Ayer entré en una tienda de segunda mano: allí coincidí con una chica que ya me ha visto otras veces y no se escandaliza para nada con mis travestismos, aunque me suele hacer comentarios, casi siempre negativos:

–Fatal otra vez. ¡No sabes vestirte de mujer, por favor, es que vas como una choni! 



CUANDO COMENCÉ a ir al dentista en Vitaldent me puse de nombre Edurne. En el Dentix de Quevedo me puse Paula. Como en Dentix las dentistas que te atienden cambian cada poco, al segundo año apareció una que flipaba con mi nombre:

—Pero, ¿cómo es que te llamas Paula?
—No, es que tengo problemas de identidad: cuando empecé aquí me sentía mujer, pero desde hace unos meses he vuelto a sentirme hombre.

Este tipo de gamberradas travestis son típicas de mí. Habré utilizado unos treinta nombres de mujer desde que he llegado a Madrid, los más frecuentes Jennifer, Vanessa, Edurne y Paula. Habrá como quince o veinte chicas que me tienen apuntado en sus móviles con maricón o nombre de mujer, casi todas ellas chicas americanas o de costumbres nocturnas o que sufren de insomnio, pues mis ratos mentales travestis me suelen llegar con más frecuencia de madrugada, donde les cuento historias increíbles de mis operaciones de pecho o trasero o mis escándalos sexuales con hombres, todos falsos, por supuesto, y que hacen que algunas se enfaden conmigo cuando descubren la verdad (algunas nunca la descubren y eso me da pie a contarles mentiras aún más gordas). Este detalle de las mentiras es consustancial a mi travesti: cuando me sueño mujer, sucede que me infantilizo y me vuelvo una mentira con patas. A veces he pensado si estaré loco (me gustaría), pero me basta entrar en las páginas anglosajonas de sissies, donde este fenómeno está mucho más extendido y es más público, para encontrar a miles de hombres que les sucede lo mismo que a mí: a todos ellos les gusta vestirse de mujer o imaginarse como mujeres; y a todos les gusta que las mujeres les llamen faggotslut cocksucker y les obliguen a comportarse como tales.

Ser hombre es un coñazo inmenso. Yo no tengo nada que ver con esos tipos. Qué aburrimiento este cuerpo mío sin caderas ni curvas ni labios gruesos. Quiero taconear como ellas y mover el culo como ellas y las manos como ellas. Quiero ponerme vestidos increíbles y perder el zapato izquierdo al regresar de noche. Quiero que venga de una vez el genio de la lámpara y me conceda el deseo secreto de mi vida:

—Quiero ser Jennifer López.





LO QUE me alucinan las mujeres con botas altas. He visto esta mañana una mujer con botas blancas, a lo lejos, cruzando la Plaza España, y me he quedado con la boca abierta como me pasa siempre. Hasta suelo preguntarme, cuando veo semejante espectáculo, si estaré viendo a una mujer que lleva unas botas o a unas botas que llevan una mujer. La pasión que he sentido desde pequeña por las mujeres que llevan ESO es tal que yo misma suelo espaciar mucho mis travelosuras cuando llega el verano, porque relaciono el 70% de mi feminidad con ese artilugio maravilloso. Hasta estoy segura de que no existe mujer fea que calce unas botas altas y tampoco ninguna que sea mala persona: en todo caso se vuelven malas cuando se las quitan.



ME PARA una mujer por la calle en Carabanchel y, después de ponerme cara de decirme algo muy grave, acaba diciéndome:

—Mira, Vanessa, primero te pido perdón por saber tu nombre sin conocerte, pero es que en el barrio todos sabemos tu nombre porque eres una persona muy llamativa. Llevo meses tratando de decirte algo y si no te lo digo hoy reviento. Quiero que sepas que llevo tres años observándote y lo que haces me parece increíble. Las botas de tacón que te pones todos los días no es que sean preciosas, es que sabes cómo llevarlas: no hay ninguna mujer en Carabanchel que lleve las botas con la personalidad que tú las llevas. Ya sé que esto igual ni te va ni te viene, pero quería decírtelo y animarte a que sigas así, porque cada vez que te veo me alegras el día.

VEO WONDER woman, enseguida me enamoro de la protagonista (y de dos jefazas de las amazonas), y sigo la película con el terror de que el gilipollas del espía estadounidense se la acabe tirando, cuando lo que pide la historia es lo contrario: es la dominatriz amazona la que debe ponerse un arnés y reventarle el culo al asustadísimo aviador aliado. Existen mujeres líder con las que es absurdo seguir manteniendo la comedia del dominio sexual del penetrador masculino: esto ya lo adivinó Eurípides y lo materializó muy bien Kleist en su drama Pentesilea, donde la reina de las amazonas ¡se termina comiendo a Aquiles en lo más álgido de la pasión amorosa! Yo mismo, en las pequeñas películas mentales que me ruedo antes de cada masturbación, suelo asumir el papel típicamente macho ante mujeres tipo Marilyn Monroe, Susana Almeida o Hilary Duff, pero soy incapaz de asumir un rol dominante ante mujeres tipo Xena, la tenista Serena Williams, la Uma Thurman de Kill Bill, la política francesa Ségolène Royal o la Linda Hamilton de Terminator, mujeres con las que me vuelvo pasivísimo: me gusta imaginar que me llevan a un pajar tirándome del pelo, donde se ponen un arnés y me destrozan el culo sin ningún cariño, y luego me arrojan con mucho asco un billete de cinco euros para que me quede bien claro el papel que desempeño. ¡Los hombres que en el sexo no alternen el placer de mandar con el de obedecer, el vicio de humillar con el de ser humillados, esos hombres no tienen nada que ver conmigo! Ahora bien: comprendo que Wonder woman es una película dirigida a un público mainstream y que en 2018 todavía sería un escándalo que la protagonista femenina sodomice al macho (aunque he leído no sé dónde que a los hombres europeos cada vez les gusta más que su chica les sodomice). También habría que decir, por hacerme autocrítica, que yo soy en la masturbación y en lo mental de una amplitud y falta de prejuicios asombrosa (hasta soy capaz de follar con una excavadora, como en aquel poema de Miriam Reyes), pero luego en la realidad soy un hombre asustadísimo ante los cuerpos y con un terror infinito incluso para desnudarme, ¡como para permitir que me metan algo en el culo, por mucho que sea Wonder woman!



EN UNA de mis andanzas travestis por Carabanchel, me dice una gitana:

–Tú a mí no me engañas. He conocido gente como tú, sois artistas, os gusta provocar.



CUÁNTAS VECES he pensado que el gusto por travestirme me nació de una “envidia secreta” que empecé a incubar hacia mis tres hermanas. Siendo yo el único varón y merecedor de todas las atenciones en una sociedad tan machista como la que yo vivía, pues el machismo en un pueblo rural es mucho más grande que el que puede existir en una ciudad, sospecho que le empezó a molestar a mi carácter egocéntrico que, en las fiestas o reuniones familiares, mis tías, en vez de dirigirse a mí en primer lugar, se dirigieran a mis hermanas para decirles lo guapas que estaban y lo bien que les quedaba la ropa o el peinado o los pendientes. Y luego… ¿qué era eso que hacían mis hermanas en el baño durante tanto tiempo, por qué sus armarios de ropa eran el triple de grandes que los míos, por qué en sus ropas estaba permitido el COLOR, el vuelo, los cinturones y los volantes, para qué servían todos esos tarros y frascos que se echaban, por qué ellas se podían poner pendientes y moños y lazos en el pelo? Cuántas veces he pensado que toda la educación que nos dan es contra natura, 100% dirigida a anular la individualidad en pos del animal de rebaño, y aunque las mujeres se llevan la peor parte también los hombres estamos llenos de neurosis a causa de las cárceles de la masculinidad.




HASTA NAPOLEÓN Bonaparte se travestía. El hombre que cada año enviaba 300.000 jóvenes franceses a la carnicería se vestía de mujer en la intimidad de su dormitorio. Y Julio César era llamado “la reina de Bitinia” porque en sus relaciones homosexuales con el rey de Bitinia había ocupado “la parte interior de la cama”, esto es, había asumido la parte pasiva. El hombre que fue matando galos hasta llegar al millón necesitaba hacer de mujercita con un miembro de su ejército cuando regresaba al campamento. Qué mayor prueba de que la exigencia constante de masculinidad es imposible. ¡Ni Julio César ni Napoleón podían!