Una mujer a la que conocí regentando una tienda de segunda mano y a la que compré cientos de libros me paró por la calle; me dijo que le habían echado del trabajo y que necesitaba dinero; se ofreció para limpiarme la casa por seis euros la hora, yo le dije:
—Pero... es que hay un problema.
—¿Qué problema?
—Que mi casa no tiene una suciedad cualquiera, mi casa es Chernóbil.
Al final entró en Maracaná y me la está dejando como los chorros del oro. Le pago diez euros la hora porque seis me parecía poco. La mejoría de mi piso es tan escandalosa que mis tres gatos se revuelcan por el suelo por primera vez en años, por lo que estoy haciendo cálculos para ver si consigo ahorrar entre 100 y 150 euros cada mes, ahorro que podría conseguir si dejara de comprar libros y tacones. Con Pilar, que así se llama, me llevo de cine, se me ha olvidado decir que me conoce desde siempre como Vanessa:
—Cuando te vi entrar en mi tienda como Vanessa, me hiciste tanta gracia que me caíste bien desde el principio.
Se ha adueñado de Maracaná: va a ponerme cortinas para la ducha, un desagüe nuevo para mi fregadero y quiere que tire mi colchón a la basura. Hasta quiere hacerme lentejas y tortillas, y eso que le digo que gano poquísimo y que no le voy a poder pagar. También me ha hecho renunciar un poco a mis hábitos diogenescos: desde que viene a limpiar me he duchado dos veces. Sin embargo, no todo son vino y rosas, porque un día me espetó:
—Pero que sepas que te estoy limpiando la casa porque soy tu amiga, ¿eh? ¡Porque esta casa no necesitaba una limpiadora, Vanessa, esta casa necesitaba una brigada de desinfección!
Pilar es además una evangelista rabiosa. Tiene una versión muy particular de las causas del coronavirus:
–Dios está muy enfadado con nosotros a causa de la droga, las violaciones y los asesinatos, y ha enviado el coronavirus como advertencia de que viene pronto el fin del mundo.
Quiere reclutarme para la causa de la espiritualidad religiosa. Yo le digo que de acuerdo, que estoy dispuesto a abrazar cualquier causa que detenga mi constante aumento de lucidez, pero le advierto de que lo veo imposible:
–Dime tú a qué Dios le puede caer bien una persona como yo, que ha renegado de su madre, de su familia, de su pueblo y de todas sus patrias, y que teniendo pitilín sabe caminar sobre tacones de aguja de 15 cm.
Ella se queda mirándome un poco vacilante, como reflexionando, pues creo que mis argumentos le parecen de peso, pero al final me dice:
–No, Vanessa: yo siento que tú eres buena persona y, si lo siento yo, Dios también lo siente.