LAS SISSIES mentimos solo a medias, porque nunca decimos algo que no nos hubiera gustado que sucediera. Por eso cada sissy es como esa higuera traicionera que te tira al suelo cuando ya habías encontrado una rama en la que afirmarte. Puede existir un hombre que vive su sissidad oculta durante años, hasta que de pronto chupa una polla y no solo le gusta, sino que tiene la suerte de que el dueño de la polla sea millonario y le pague unas tetas y toda la transformación, con lo que ya tenemos al gusano de seda convertido en la putita soñada.

Nunca he sabido realmente si quiero materializar mi sissy o me basta con soñarlo; si quiero ser una yiranta en serio o vivir en la mentira continua, que en mí representa un vicio totalmente nuevo, el vicio de la inmoralidad. En mi caso debería ser casi un milagro, porque para consumar a) tendría que salir a la calle y b) mi sissy sexual tendría que vencer a mi sissy literaria, que es una sexualidad mucho más fuerte.


EN LAS páginas de sissies anglosajonas que frecuento, no me puedo creer la cantidad de mariputitas que encumbran a Taylor Swift o Emma Watson como sus sargentas dominadoras, cuando son mujeres que son demasiado niñas o demasiado blandas o demasiado nadas. Ahí me doy cuenta de que el mundo sissy es un Océano Pacífico con muchos tipos de peces. Yo solo empecé a saber que no soy un hombre cuando descubrí que la clase de mujer que me atrae sexualmente, como Jennifer Lopez, Rachel Welch o Vicky Martín Berrocal, o políticas como Hillary Clinton, Ségolène Royal o Cristina Cifuentes, o poetas como ERP, es una clase de mujer con la que mi masculinidad no es solo que fracase, sino que desaparece completamente engullida por otra sexualidad distinta, la que desea ser sodomizada por ellas o que se conviertan en mis chulas de putas, ahora con la nueva tarea de conseguirme hombres básicos y empotradores que me den mi merecido mientras ellas se ríen a carcajadas. Mis diosas siempre son mujeres que lucen elementos masculinos y de poder, que son atletas, que son fuertes, que son agresivas, que son mayores que yo, que es evidente que la polla la llevan ellas..., detalles estos que me han hecho pensar a veces, en la elucubración Nº 3964 sobre mi sexualidad, que quizá yo sea una gay cerrada que mete hombres dentro de cuerpos de mujeres con el fin de recibir polla de forma asumible, pues en el fondo mi mente es una mente controlada aún por una banda de cretinos antisexo, más conocida en muchos lugares con el nombre de "vascos".


CADA VEZ que veo a Ursula von der Leyen pienso en la disonancia alegrista que causa la feminidad; en cómo cualquier irrupción mujer dentro de la feria de cadáveres hombre produce más naturalidad agresiva. Ella no es una diva ni una jovencita, pero sus simples conjuntos chaqueta-falda de tonos ocres, al hallarse rodeados de filas repetidas de seres vestidos de negro, actúan como asterisco de color y escándalo visual.

El pero de von der Leyen, como el de Angela Merkel o Margaret Thatcher, es que se dejaron contagiar por el funebrismo masculino, por ejemplo en sus rostros, forzados, serios, hieráticos, del todo antimujer, pues la mujer es a menudo un ser mucho más gestual y dramático (dice Almodóvar que él elige sobre todo actrices para sus películas porque muestran mayor gama de emociones y son mejores intérpretes). A veces las grandes políticas también tratan de forzar la voz: es famoso que Thatcher contrató a un logopeda para masculinizar su pronunciación, porque sus consejeros le dijeron con razón que la voz del poder es macho.

La voz del poder, quiero decir: la voz de la muerte.


AYER ME propusieron escribir, junto con un grupo de sesenta mujeres, un texto sobre la menopausia para el 25 de septiembre, pero decliné porque yo no me siento mujer: yo me siento Vanessa al 100% y solo me gusto cuando me veo maravillosa, con mis pelucas y minis y botas, pero no estoy nada segura de que esas fruslerías den para ese título tamaño montaña llamado mujer. Supongo que las mujeres que conocemos como trans saben que son mujeres sin asomo de duda, consciencia que no me visita nunca a mí, que puedo creerme mujer, caballo y helicóptero el mismo día.

Tampoco sé muy bien qué es una mujer, ni un hombre, ni qué tipo de sexualidad tengo, salvo que sea mentir, escandalizar y hacer la gamberra. Creo que el género y la sexualidad son dos timos completos, creados para estabilizar las sociedades y favorecer la reproducción en serie, cuya mentira es imposible de ver para las personas que recibieron de pequeñas una socialización completa. Cada día me parece más terrible que existan gentes que se crean completamente hombres, completamente mujeres, vascos, heteros, gitanos, egipcios o musulmanes, y solo deseo quedarme en Bardot a solas, leyendo libros y escribiendo sobre las hojas de los árboles, con el fin de salvarme de tantos brutos.


QUE UNA mujer se llame Vanessa es como una cebra pintándose nuevas rayas: para qué incides en lo que ya eres, para qué exageras, para qué tanta cursilería. Que un hombre se llame Vanessa, en cambio, ya es más comprensible: quizá ese hombre esté fascinado por el color, el olor, el sonido, el taconeo, el carácter, el mal genio, la independencia y la sensualidad de las Gildas de la existencia, a las que desea emular con todas sus fuerzas. Recuerdo que el primer nombre que me puse en Madrid fue Edurne, pues así me iban a llamar mis padres en el caso de que hubiera nacido chica, pero una gitana de Lavapiés me lo quitó de la cabeza:

—Las Edurnes no mueven el culo tanto como tú. Tienes que ponerte un nombre de más vuelo, que se te vea llegar de lejos: Jessica, Paola, Vanessa, por ahí.


EMPIEZO A sospechar que mi sexualidad configura todo mi edificio. Todavía no sé cuál es mi sexo ni mi género, salvo que sea la mentira: salvo que sea inventar historias infantiles en las que soy la prostituta más semenina y visitada de la ciudad. Creo que de ahí viene todo neorrabioso: siendo el sexo esencial en la sociedad y en la vida, la persona que resbala y no encuentra su caja en este sembrío empieza a albergar sospechas contra todas las cajas, contra todas las naturalidades, contra todas las verdades oficiales. Si tu identidad sexual es una colección de cristales rotos, todo lo demás, amistad, familia, religión, patria, ideología, empieza a mirarse como más cristales falsos, como más cajas...


ESTO QUE escribe Camilo José Cela en su libro de memorias La Rosa me pasó también a mí:
En mi casa echaron las campanas al vuelo cuando nací; fue muy festejada mi decisión de haber nacido macho y no hembra y, con ella, me apunté el primero y uno de mis escasos éxitos familiares. Cuando se trata del ganado vacuno pasa al revés, es curioso. 
Pero en estos tiempos hay que esperarse treinta o cuarenta años, por si acaso, no vaya a ser que el pretendido macho acabe dándose aires de Rita Hayworth por Madrid :)


MI SISSY es un desagüe; mi sissy es toda mi necesidad de salirme de la palabra "vasco" e ir radicalmente contra ella. Pero incluso como sissy, yo solo hago travesuras, digo mentiras, me imagino Friné, me quedo en una epidermis maliciosa..., como si yo tuviera siempre un límite, el límite cristiano...


YA SOLO me hago seis o siete pajas al día: como siga a este ritmo de decadencia igual acabo dedicándole realmente dieciséis horas diarias a la literatura, en vez de limitarme a decir que se las dedico. Mi ambición literaria siempre estuvo sofrenada por mi enfermedad sexual, que es la extraña enfermedad de alguien que rechaza con profundo asco los cuerpos (¿o igual soy una enferma sexual precisamente por la repulsión que me causan los cuerpos?). Me basta con imaginarme sexy o con que alguien me llame maricón para que me entren las ganas de masturbarme: hasta ese punto llega el saco sin fondo que es mi sexo. Recuerdo que las primeras pajas de mi vida me las hice pensando en Silvia Marsó, una presentadora del Un, dos, tres que se convirtió en la primera masturbamusa de mi vida; en las pequeñas películas eróticas que se montaba mi mente, origen de toda mi literatura, me imaginaba siendo su chófer, ¡su chófer! En mis sueños eróticos con ella siempre eran otros los que se la follaban mientras yo le sostenía el bolso: ya desde el minuto uno yo era una completa sissy.


EN INSTAGRAM una chica de las más creativas me ha recomendado entre “las mujeres que la inspiran” y yo, aunque se lo he agradecido en privado, no lo he subido a mis stories porque tengo muy claro que yo no soy una mujer, sino una sissy. Las sissies somos de todo el espectro del género lo más lamentable que existe: nos gusta rebajarnos, aspiramos a ser humilladas, nos vemos como prostitutas, nuestro sueño húmedo es que un camionero nos tire diez euros a la cara y nos someta salvajemente en un pajar. Los fachas son unos miserables cuando dicen que todo el LGTBI es una enfermedad, pero en el caso concreto de las sissies no me atrevo a decir que yerren en el juicio. No creáis por otra parte que lo que tenemos es fácil de erradicar: antes me dejaría yo matar que dejar que me arranquen a mi Vanessa del nombre, una vez que accedí a ese turbio sueño tan deseado desde que era niña.


DE GÉNERO fluido nada. Sé que me lo dicen con buena intención, pero no. Más bien soy de género chocador: yo me choco con todas las combinaciones posibles y nunca estoy satisfecha ni con la misma insatisfacción. Entiendo que lo fluido es algo que mana con facilidad, que se desarrolla en un chorro largo y sostenido, sin estorbos de ningún tipo, y por eso puedo decir sin margen de error que no he fluido en la vida: yo en cambio tropiezo y me atasco y me desmorono.


Maricón de España


UNO DE los cambios que más celebré cuando me saqué el carnet de conducir a los diecinueve años es que al fin podía dar un paso más en el travestismo que arrastraba con vergüenza desde los diez años. Hasta entonces me limitaba a bucear en los armarios de mis hermanas para probarme sus ropas, pero a partir de ahí me iba en coche a Mungia, Derio o Leioa y una vez allí me vestía de mujer y me paseaba unas horas, feliz de la vida, disfrutando hasta el éxtasis de mi taconeo o del roce de las ropas sobre mi cuerpo. Pero resultó que todo el mundo me miraba con miedo o asombro o en silencio, como si fuera una ornitorrinca, pues se trata de pueblos más o menos pequeños donde rige la idiosincrasia euskérica de la discreción, el silencio y el “saber estar”, por lo que no me sentía ni siquiera un milímetro de cómoda. Hasta que descubrí Sestao.

—¡Vanessa, eres preciosa!
—¡Guapa, guapa, guapa!
—¡Vaya porte!
—¡Pedazo de maricón!
—¡Condesa de los payos!

La primera vez que fui a Sestao coincidí en mi caminata con una zona de gitanos donde me recibieron a grito pelado, como si fuera una fiesta mi presencia, y ahí descubrí que me gustaba mucho más este modo de comportarse conmigo que el de los habitantes de los pueblos euskéricos, siempre contaminados de seriedad. Pero mi júbilo llegó al máximo en las veces siguientes, porque resulta que la gente hablaba conmigo y me daba cositas:

—Vanessa, ven, que tengo algo para ti.

No sé la de faldas, pendientes, collares, perfumes o barras de labios que me regalaron en los diez años que fui por allí. Cada vez que aparecía con periodicidad de dos o tres veces al mes, a los gitanos se les iluminaba la cara y me celebraban y me regalaban cosas sencillas y baratas procedentes de los mercadillos donde algunos de ellos trabajaban. Hasta que un día una gitana llamada Sofía de cuyo nombre nunca me olvidaré me regaló un vestido rojo y amarillo:

—Pero Sofi, —le dijo otra gitana—, cómo le regalas ese vestido, a ver si le van a pegar por la calle.
—¿En Sestao? —respondió ella—. ¡Qué va!

Lo decían porque el rojo y el amarillo son los colores de la bandera de España y pueden suponer problemas en algunas zonas nacionalistas vascas, sobre todo las rurales, pero Sestao es una de las zonas más españolas de Vizcaya, con inmigrantes procedentes de muchas otras zonas de la península, y de hecho todos los gitanos de Sestao que conocí se sentían muy españoles. Por eso, en la siguiente ocasión que cogí el coche y visité Sestao me puse precisamente el vestido rojo y amarillo, que por cierto era un vestido de vuelo superbonito que me llegaba sobre la rodilla, y la alegría de los gitanos se desbordó. Fue ese día cuando me dijeron por primera vez la expresión:

—¡Maricón de España! ¡Divino maricón de España!

Y claro, yo, que siempre he tenido una relación conflictiva con la palabra España, contraria a ella entre los 14 y los 18 años de mi vida, cuando era nacionalista vasca; ni a favor ni en contra entre los 18 y los 30 años, cuando dejé de serlo, y otra vez en contra a partir de que se muriera mi padre y empezara a aborrecer todo tipo de nosotrismo, enseguida me di cuenta de que no era lo mismo “España” que “maricón de España”. Me di cuenta de que el segundo término me gustaba, sobre todo por el ambiente de alegría con el que me lo decían, por lo que recuerdo que comencé a ponerme ese vestido sin parar, porque además era muy cómodo, y los gitanos me siguieron regalando más cosas rojas y amarillas.

—¡La Pantoja de Sestao!
—¡La reina de la patria!

Cuando tenía 28 años, dos años antes de venirme a Madrid, pasé cuatro meses viviendo con Iratxe precisamente en Sestao. Iratxe conocía mi travestismo, pero nunca le dejé que me viera travestida porque yo, cuando me visto de mujer, no solo me visto de mujer, sino que cambio de psicología completamente y me convierto en otra persona que sospechaba que a Iratxe no le iba a gustar. Iratxe ya tenía la mosca detrás de la oreja sobre mi sexualidad desde hacía mucho tiempo, porque desde el primer minuto le dije que no estaba dispuesta a tener relaciones sexuales con ella en lo que se refiere a la penetración, que me causa terror y náuseas. Ella pareció aceptarlo, porque además tenía problemas en el colon y a ella tampoco le gustaba, pero lo de que solo “parecía” lo comprobé en los siguientes años, cuando al mínimo calentón conmigo me salía con que ella necesitaba un hombre con una buena polla y que estaba harta de mí:

—¿Qué diferencia hay entre salir contigo y salir con un amigo gay, Alberto? ¿Qué diferencia?

Los cuatro meses viviendo en Sestao fueron maravillosos por una parte, porque multipliqué mi número de salidas travestis, pero también hubo algunos problemillas, por ejemplo cuando algunos gitanos me encontraban por la calle el día en que no iba vestida de Vanessa y se decepcionaban conmigo:

—Vanessa, ¡tienes que luchar!
—Vanessa, no te avergüences de lo que eres.

Pensaban los gitanos que yo me vestía de señoro porque no resistía la presión del entorno y en parte tenían razón, pero no sé hasta qué punto. En aquel tiempo yo no sabía de verdad quién era (tampoco lo sé ahora al 100%) y aún pensaba que podría ser un hombre con ciertas fases de travestismo. El otro problemilla fue precisamente que cada vez que salía con Iratxe a la calle tenía miedo de encontrarme con los gitanos, pues temía que me gritaran “Vanessa” o “maricón” con la misma sana naturalidad con la que me lo gritaban cuando no iba con ella, por lo que ponía las excusas más variopintas para evitar la zona gitana de Sestao. Tuve siempre la suerte de que, las veces que  me encontraron con Iratxe personas que me conocían como Vanessa, nunca me dijeran nada:

—Vanessa, te vimos el otro día con una chica.
—Sí, mi hermana mayor —les mentía yo—.

Tampoco quiero decir que los gitanos de Sestao tuvieran travestifilia. Al revés, había de todo y la mayoría de ellos y de ellas eran de un machismo elemental. A veces, cuando alguna gitana me elogiaba mucho por "olé tu valentía", salía su marido u otra gitana y le espetaban:

—Pero vamos a ver, Josefa, tú que alabas tanto a Vanessa, ¿qué harías si tu hijo se volviera como Vanessa?
—¿Mi hijo como Vanessa? —contestaba Josefa, cambiando de pronto de opinión—. ¡Lo mato! ¡Lo mato con mis propias manos!

Entonces todo el mundo rompía a reír y se ponía de acuerdo con Josefa, pero después de unos minutos comenzaban a reflexionar y al final le quitaban la razón:

—Si tu hijo se vuelve Vanessa lo aceptas, Josefa, como haríamos todas con un hijo. ¡Anda que no hay también maricones entre los gitanos! ¡Se llora tres noches, pero a la cuarta lo aceptas!

Me ha venido a la cabeza esta historia porque el viernes pasado, en Carabanchel, cuando comía menú del día en uno de los tres bares de la zona donde les caigo muy bien, la camarera me dijo:

—Oh, sueles venir muy “patriótica”.
—No —le dije yo—, es justo al revés, pero me encanta el rojo y el amarillo.

Todos tenemos contradicciones, pero las mías no caben en cinco trailers. Cómo decir que soy antiEspaña pero a la vez promaricón de España. AntiEspaña porque tengo un problema no solo racional sino de carácter estomacal con los autóctonos de todas las partes del mundo, empezando por los vascos, que suelen tender a la pureza, al egoísmo y la mediocridad, a defender un “nosotros” pequeño, cutre y creado en-contra-de. Pero a la vez soy promaricón de España porque me gustan todas las personas que parecen extranjeras en un lugar, lo mismo gitanos, maricones, trans, negros, indios o musulmanes, a los que noto enseguida que se comportan de forma más frágil, sin dar puñetazos en la mesa, como si fueran de una zona limítrofe o “no hubieran nacido allí”. 

Los gitanos de Sestao fueron el primer grupo con el que me sentí bien como travesti. Fue tal el cariño que me cogieron que, una vez que me pasé tres meses sin visitarles, se preocuparon tanto que me trasladaron que en adelante, en el caso de que algún día me pasara algo con “algún imbécil”, que se lo dijera a ellos para darle un escarmiento:

—¡Como no aparecías te juro que pensábamos, tate, a Vanessa ya le han dado una paliza por vestir así! 

Es una de las cosas más bonitas que me han pasado en la vida: ¡hasta entré a ser una protegida de ese círculo de venganzas de los gitanos, que no sé si es una leyenda que se cuenta sobre ellos o es realidad verdadera! 

Cuando llegué a Madrid, sin embargo, tuve otro ataque de masculinidad y de autovergüenza y me desprendí de toda mi ropa de Vanessa, entre ella la roja y amarilla y también el vestido famoso que me regaló Sofía, el que más me he puesto en mi vida. Pero pronto volví a las andadas para confusión mía, pues me di cuenta de que la vida paralela que llevaba, que en Vizcaya había pasado desapercibida por la discreción de sus habitantes, en Madrid era hipercelebrada e hiperescandalosa porque los madrileños son más abiertos y charlatanes. Más de una vez sucedió que vecinos de Lavapiés le hablaron a Iratxe del "maricón del barrio", con mucho jolgorio, refiriéndole cómo vestía y movía el culo, sin saber que le estaban hablando de su marido, por lo que ella me empezó a decir medio en serio medio en broma que no sabía a qué había venido yo a Madrid, si "a ser escritor o a ser maricón". Más tarde me di cuenta de que era inútil insistir en mi masculinidad, sobre todo si no estoy dispuesta a tener sexo con las mujeres, por lo que poco a poco volví a comprarme ropa y recuperé mi nombre verdadero de Vanessa, que ahora lo siento como si lo hubiera llevado desde la tripa de mi madre.

Fue aquel grupo de gitanos el que me puso los nombres de Vanessa y maricón de España. Aquellos gitanos los que, en lugar de abochornarse de mí, me celebraban e incluso me regalaban ropas y fruslerías femeninas. Que captaron que yo no soy un hombre ni una mujer, sino otra cosa que también estaban dispuestos a aceptar para sus hijos "después de llorar durante tres noches". Recuerdo el día en que Sofía me regaló el vestido rojo y amarillo, con qué orgullo decía a las demás “ese vestido se lo regalé yo, es como nacido para ella”. Recuerdo también que Iratxe, a pesar de todas las precauciones que tomaba con ella para que solo descubriera la punta de la punta de la punta del iceberg de mi travestismo, una vez estuvo a punto de pillarme: fue el día en que miró dentro de mi armario de Vanessa y se quedó sorprendida por el predominio de un color.

—¡Cuánta ropa amarilla! —me dijo, sorprendida—. ¿Te gusta el color amarillo?
—Sí, —le respondí con nervios—. Mucho.

No sé por qué casualidad Iratxe no se dio cuenta de que en aquel armario, además de mucho color amarillo, había la misma cantidad de color rojo, ropa que me ponía sin parar porque me gustaba y sabía que les gustaba a los gitanos, sobre todo a Sofía. Por qué milagro no descubrió que yo, en Sestao, no solo era su marido Alberto, sino también Vanessa y el maricón de España.



NO SON las aes mejores que las oes o viceversa, pero las personas llenas de deseo y curiosidad sufrimos mucho si vemos que hay dos tartas maravillosas y solo podemos comer de una. Si de pequeña alguien me hubiera dicho "qué guapa estás", como les decían a mis hermanas, me habrían hecho un gran favor, porque supe desde el principio que estar guapa era mucha más belleza que estar guapo. Quería ser guapa, lista, loca, mágica, ese tipo de aes; y quería ser rápido, travieso, intrépido, obstinado, ese tipo de oes. Una vida de solo oes me limita me enferma me calcina me destruye.


LO QUE cada vez me molesta más de Hugo, Nietzsche, Neruda, Bukowski, Houellebecq: que no hayan dado muestras de disolución del yo, que hayan conservado la ficción de una identidad dura, al contrario que Pizarnik, Plath, Woolf o Tsvetaeva, que muestran una identidad borrosa o a-punto-de-romperse. Ya es curioso que todas sean mujeres y suicidas. ¿Será que los hombres se ven obligados al militarismo de la identidad compacta? ¿Será que las mujeres sufren en el casi-yo, consecuencia del papel subalterno que se les ha otorgado desde la cuna, como se refleja tan bien en los diarios de Plath?


QUIZÁ PODRÍA meter también a Gide o a Proust o a Pessoa como ejemplos de identidades gaseosas, si bien obsérvese que los tres son la antítesis de lo masculino. En el momento en que te liberas de lo macho, el yo se vuelve mucho más flexible, ya no necesita repetirse, ¿pues qué es una identidad sólida, sino una repetición incesante? ¿Pensaría en esto Coleridge en su teoría del artista andrógino? Mientras el artista-hombre quiere liberarse de la carga del yo, la artista-mujer quiere acceder a él, pues la mujer ha sido a lo largo de la historia una persona-sin-yo, una persona que está supeditada al yo del hombre. Pero el acceso al yo solo es creativo si lo desmasculinizas y lo conviertes en multiyo ⇒si adelgazas o destruyes la ficción de la identidad.



DESDE MUY pequeño se me han hecho las críticas de que no tengo fuste, de que no soy sólido, de que me quejo, de que soy débil, de que soy un charlatán, de que no razono, de que soy voluble… que son las críticas comunes que se les vienen haciendo a las mujeres desde la noche de los tiempos. Lo más femenino de mí no está en mi armario ni en mi ropa ni en mis tacones: está en mi cerebro.



SOBRE MI último nombre/gamberrada, pedacito de maricón, observo que las dos primeras acepciones de maricón en el DRAE confirman al 100% mi condición:

1. Afeminado, que se parece a las mujeres.
2. Dicho de un hombre: Apocado, falto de coraje, pusilánime o medroso.

La primera acepción la llevo cumpliendo desde los diez años, cuando corría a los armarios de mis hermanas a probarme sus ropas; y la segunda la llevo conmigo desde que nací, porque, salvo algún relámpago de valentía que me ha surgido en ocasiones, sin duda por error, he sido siempre un cobardica que todo lo soluciona huyendo y recluyéndose en su soledad.



DE LAS mejores cosas que me pasaron este año fue que mi masturbamusa política favorita con mucha diferencia, la ex presidenta Cristina Cifuentes, se encontró por la calle con un cubo neorrabioso y lo subió a su Instagram: cuando vi la fotografía me invadió la cursilería del “sueño cumplido”. ¿Y por qué hay tantas políticas entre mis masturbamusas, y por qué casi todas son de derechas? Sin duda porque soy un hombre beta, la mínima cantidad de hombre que puede haber en un hombre, y me electrizan las mujeres fálicas y poderosas, las pentesileas que me ningunean, me penetran y me dan órdenes. De hecho, no pude dejar de pensar que la presi, cuando se encontró con el cubo, sintió la vibración telepática de su maricón favorito.



CADA VEZ se me hace más pesado vestir de hombre, las raras veces en que todavía lo hago. Esta mañana me he puesto mis botas altas negras, unos pendientes exagerados y un vestido amarillo, y al mirarme sin querer en el espejo, me he sorprendido un montón: ¡qué guapa estoy!, me he dicho, pero no era guapura lo que veía, sino comodidad, autoafirmación, naturalidad. Cada vez que salgo vestido de hombre, me pasa que camino por la calle desgarbado, cheposo, como un ser desahuciado de la sociedad; es vestirme de Vanessa y empiezo a caminar erguida, balanceante, feliz de la vida, como si me estuviera comiendo el mundo.

Hoy he pensado esto, quizá sea una tontería pero para eso se escribe un diario: he pensado que en el futuro lejano, si la igualdad se va haciendo efectiva, los hombres van a terminar vistiendo como las mujeres. Se caminará hacia lo unisex, pero lo unisex será 90% femenino, porque lo femenino, en cuestiones de vestimenta o estética o perfume, es muy superior. Los hombres no pueden seguir haciéndose tanto daño, es insostenible seguir vistiendo de cadáveres por culpa de las pautas culturales. Cuando veo las reuniones de políticos en la UE, donde una mujer con tan poco sex-appeal como Angela Merkel, por el solo hecho de incorporar el color a su vestuario, parece Rita Hayworth al lado de sus compañeros grises, militares, uniformados, me suelo preguntar: ¿Es que no se dan cuenta? ¿Hasta cuándo los hombres van a insistir en ESTO? 

 …de hecho, en los pequeños cortos que ruedo en mi cabeza para mis masturbaciones, tuve uno muy recurrente en el pasado en el que sucedía esto: conocía a una chica con el mismo número de pie que yo, la misma talla de pantalón, la misma de camisa… y como ella estaba abierta a mis travestismos, al final decidíamos tener un solo armario y toda nuestra ropa era de mujer. Volviendo a mi idea de arriba, no me parece del todo estúpido que en el futuro haya parejas (supongo que ya las habrá ahora, aunque pocas) que tengan un solo armario y toda la ropa sea susceptible de ser vestida por los dos.



UNA VECINA me solía decir, cada vez que se encontraba conmigo:

—Vanessa, estamos muy contentas contigo porque nunca montas ningún escándalo.

Como si lo propio de las travestis fuera el crear escándalos, cuando el triste escándalo está en el ojo del hetero, que es un ojo viejo y detenido. Pues bien: cómo será el eco social que está causando, en los últimos meses, el aumento de las agresiones a miembros LGBTI, que esta vecina mía, que es una buena mujer, ahora ya no me agradece para nada que "no monte escándalos" y me dice en cambio, cada vez que me ve vestida corta y botimatona:

—Vanessa, ten cuidado.