QUE UNA mujer se llame Vanessa es como una cebra pintándose nuevas rayas: para qué incides en lo que ya eres, para qué exageras, para qué tanta cursilería. Que un hombre se llame Vanessa, en cambio, ya es más comprensible: quizá ese hombre esté fascinado por el color, el olor, el sonido, el taconeo, el carácter, el mal genio, la independencia y la sensualidad de las Gildas de la existencia, a las que desea emular con todas sus fuerzas. Recuerdo que el primer nombre que me puse en Madrid fue Edurne, pues así me iban a llamar mis padres en el caso de que hubiera nacido chica, pero una gitana de Lavapiés me lo quitó de la cabeza:

—Las Edurnes no mueven el culo tanto como tú. Tienes que ponerte un nombre de más vuelo, que se te vea llegar de lejos: Jessica, Paola, Vanessa, por ahí.


EMPIEZO A sospechar que mi sexualidad configura todo mi edificio. Todavía no sé cuál es mi sexo ni mi género, salvo que sea la mentira: salvo que sea inventar historias infantiles en las que soy la prostituta más semenina y visitada de la ciudad. Creo que de ahí viene todo neorrabioso: siendo el sexo esencial en la sociedad y en la vida, la persona que resbala y no encuentra su caja en este sembrío empieza a albergar sospechas contra todas las cajas, contra todas las naturalidades, contra todas las verdades oficiales. Si tu identidad sexual es una colección de cristales rotos, todo lo demás, amistad, familia, religión, patria, ideología, empieza a mirarse como más cristales falsos, como más cajas...


ESTO QUE escribe Camilo José Cela en su libro de memorias La Rosa me pasó también a mí:
En mi casa echaron las campanas al vuelo cuando nací; fue muy festejada mi decisión de haber nacido macho y no hembra y, con ella, me apunté el primero y uno de mis escasos éxitos familiares. Cuando se trata del ganado vacuno pasa al revés, es curioso. 
Pero en estos tiempos hay que esperarse treinta o cuarenta años, por si acaso, no vaya a ser que el pretendido macho acabe dándose aires de Rita Hayworth por Madrid :)


MI SISSY es un desagüe; mi sissy es toda mi necesidad de salirme de la palabra "vasco" e ir radicalmente contra ella. Pero incluso como sissy, yo solo hago travesuras, digo mentiras, me imagino Friné, me quedo en una epidermis maliciosa..., como si yo tuviera siempre un límite, el límite cristiano...


YA SOLO me hago seis o siete pajas al día: como siga a este ritmo de decadencia igual acabo dedicándole realmente dieciséis horas diarias a la literatura, en vez de limitarme a decir que se las dedico. Mi ambición literaria siempre estuvo sofrenada por mi enfermedad sexual, que es la extraña enfermedad de alguien que rechaza con profundo asco los cuerpos (¿o igual soy una enferma sexual precisamente por la repulsión que me causan los cuerpos?). Me basta con imaginarme sexy o con que alguien me llame maricón para que me entren las ganas de masturbarme: hasta ese punto llega el saco sin fondo que es mi sexo. Recuerdo que las primeras pajas de mi vida me las hice pensando en Silvia Marsó, una presentadora del Un, dos, tres que se convirtió en la primera masturbamusa de mi vida; en las pequeñas películas eróticas que se montaba mi mente, origen de toda mi literatura, me imaginaba siendo su chófer, ¡su chófer! En mis sueños eróticos con ella siempre eran otros los que se la follaban mientras yo le sostenía el bolso: ya desde el minuto uno yo era una completa sissy.


EN INSTAGRAM una chica de las más creativas me ha recomendado entre “las mujeres que la inspiran” y yo, aunque se lo he agradecido en privado, no lo he subido a mis stories porque tengo muy claro que yo no soy una mujer, sino una sissy. Las sissies somos de todo el espectro del género lo más lamentable que existe: nos gusta rebajarnos, aspiramos a ser humilladas, nos vemos como prostitutas, nuestro sueño húmedo es que un camionero nos tire diez euros a la cara y nos someta salvajemente en un pajar. Los fachas son unos miserables cuando dicen que todo el LGTBI es una enfermedad, pero en el caso concreto de las sissies no me atrevo a decir que yerren en el juicio. No creáis por otra parte que lo que tenemos es fácil de erradicar: antes me dejaría yo matar que dejar que me arranquen a mi Vanessa del nombre, una vez que accedí a ese turbio sueño tan deseado desde que era niña.


DE GÉNERO fluido nada. Sé que me lo dicen con buena intención, pero no. Más bien soy de género chocador: yo me choco con todas las combinaciones posibles y nunca estoy satisfecha ni con la misma insatisfacción. Entiendo que lo fluido es algo que mana con facilidad, que se desarrolla en un chorro largo y sostenido, sin estorbos de ningún tipo, y por eso puedo decir sin margen de error que no he fluido en la vida: yo en cambio tropiezo y me atasco y me desmorono.


Maricón de España


UNO DE los cambios que más celebré cuando me saqué el carnet de conducir a los diecinueve años es que al fin podía dar un paso más en el travestismo que arrastraba con vergüenza desde los diez años. Hasta entonces me limitaba a bucear en los armarios de mis hermanas para probarme sus ropas, pero a partir de ahí me iba en coche a Mungia, Derio o Leioa y una vez allí me vestía de mujer y me paseaba unas horas, feliz de la vida, disfrutando hasta el éxtasis de mi taconeo o del roce de las ropas sobre mi cuerpo. Pero resultó que todo el mundo me miraba con miedo o asombro o en silencio, como si fuera una ornitorrinca, pues se trata de pueblos más o menos pequeños donde rige la idiosincrasia euskérica de la discreción, el silencio y el “saber estar”, por lo que no me sentía ni siquiera un milímetro de cómoda. Hasta que descubrí Sestao.

—¡Vanessa, eres preciosa!
—¡Guapa, guapa, guapa!
—¡Vaya porte!
—¡Pedazo de maricón!
—¡Condesa de los payos!

La primera vez que fui a Sestao coincidí en mi caminata con una zona de gitanos donde me recibieron a grito pelado, como si fuera una fiesta mi presencia, y ahí descubrí que me gustaba mucho más este modo de comportarse conmigo que el de los habitantes de los pueblos euskéricos, siempre contaminados de seriedad. Pero mi júbilo llegó al máximo en las veces siguientes, porque resulta que la gente hablaba conmigo y me daba cositas:

—Vanessa, ven, que tengo algo para ti.

No sé la de faldas, pendientes, collares, perfumes o barras de labios que me regalaron en los diez años que fui por allí. Cada vez que aparecía con periodicidad de dos o tres veces al mes, a los gitanos se les iluminaba la cara y me celebraban y me regalaban cosas sencillas y baratas procedentes de los mercadillos donde algunos de ellos trabajaban. Hasta que un día una gitana llamada Sofía de cuyo nombre nunca me olvidaré me regaló un vestido rojo y amarillo:

—Pero Sofi, —le dijo otra gitana—, cómo le regalas ese vestido, a ver si le van a pegar por la calle.
—¿En Sestao? —respondió ella—. ¡Qué va!

Lo decían porque el rojo y el amarillo son los colores de la bandera de España y pueden suponer problemas en algunas zonas nacionalistas vascas, sobre todo las rurales, pero Sestao es una de las zonas más españolas de Vizcaya, con inmigrantes procedentes de muchas otras zonas de la península, y de hecho todos los gitanos de Sestao que conocí se sentían muy españoles. Por eso, en la siguiente ocasión que cogí el coche y visité Sestao me puse precisamente el vestido rojo y amarillo, que por cierto era un vestido de vuelo superbonito que me llegaba sobre la rodilla, y la alegría de los gitanos se desbordó. Fue ese día cuando me dijeron por primera vez la expresión:

—¡Maricón de España! ¡Divino maricón de España!

Y claro, yo, que siempre he tenido una relación conflictiva con la palabra España, contraria a ella entre los 14 y los 18 años de mi vida, cuando era nacionalista vasca; ni a favor ni en contra entre los 18 y los 30 años, cuando dejé de serlo, y otra vez en contra a partir de que se muriera mi padre y empezara a aborrecer todo tipo de nosotrismo, enseguida me di cuenta de que no era lo mismo “España” que “maricón de España”. Me di cuenta de que el segundo término me gustaba, sobre todo por el ambiente de alegría con el que me lo decían, por lo que recuerdo que comencé a ponerme ese vestido sin parar, porque además era muy cómodo, y los gitanos me siguieron regalando más cosas rojas y amarillas.

—¡La Pantoja de Sestao!
—¡La reina de la patria!

Cuando tenía 28 años, dos años antes de venirme a Madrid, pasé cuatro meses viviendo con Iratxe precisamente en Sestao. Iratxe conocía mi travestismo, pero nunca le dejé que me viera travestida porque yo, cuando me visto de mujer, no solo me visto de mujer, sino que cambio de psicología completamente y me convierto en otra persona que sospechaba que a Iratxe no le iba a gustar. Iratxe ya tenía la mosca detrás de la oreja sobre mi sexualidad desde hacía mucho tiempo, porque desde el primer minuto le dije que no estaba dispuesta a tener relaciones sexuales con ella en lo que se refiere a la penetración, que me causa terror y náuseas. Ella pareció aceptarlo, porque además tenía problemas en el colon y a ella tampoco le gustaba, pero lo de que solo “parecía” lo comprobé en los siguientes años, cuando al mínimo calentón conmigo me salía con que ella necesitaba un hombre con una buena polla y que estaba harta de mí:

—¿Qué diferencia hay entre salir contigo y salir con un amigo gay, Alberto? ¿Qué diferencia?

Los cuatro meses viviendo en Sestao fueron maravillosos por una parte, porque multipliqué mi número de salidas travestis, pero también hubo algunos problemillas, por ejemplo cuando algunos gitanos me encontraban por la calle el día en que no iba vestida de Vanessa y se decepcionaban conmigo:

—Vanessa, ¡tienes que luchar!
—Vanessa, no te avergüences de lo que eres.

Pensaban los gitanos que yo me vestía de señoro porque no resistía la presión del entorno y en parte tenían razón, pero no sé hasta qué punto. En aquel tiempo yo no sabía de verdad quién era (tampoco lo sé ahora al 100%) y aún pensaba que podría ser un hombre con ciertas fases de travestismo. El otro problemilla fue precisamente que cada vez que salía con Iratxe a la calle tenía miedo de encontrarme con los gitanos, pues temía que me gritaran “Vanessa” o “maricón” con la misma sana naturalidad con la que me lo gritaban cuando no iba con ella, por lo que ponía las excusas más variopintas para evitar la zona gitana de Sestao. Tuve siempre la suerte de que, las veces que  me encontraron con Iratxe personas que me conocían como Vanessa, nunca me dijeran nada:

—Vanessa, te vimos el otro día con una chica.
—Sí, mi hermana mayor —les mentía yo—.

Tampoco quiero decir que los gitanos de Sestao tuvieran travestifilia. Al revés, había de todo y la mayoría de ellos y de ellas eran de un machismo elemental. A veces, cuando alguna gitana me elogiaba mucho por "olé tu valentía", salía su marido u otra gitana y le espetaban:

—Pero vamos a ver, Josefa, tú que alabas tanto a Vanessa, ¿qué harías si tu hijo se volviera como Vanessa?
—¿Mi hijo como Vanessa? —contestaba Josefa, cambiando de pronto de opinión—. ¡Lo mato! ¡Lo mato con mis propias manos!

Entonces todo el mundo rompía a reír y se ponía de acuerdo con Josefa, pero después de unos minutos comenzaban a reflexionar y al final le quitaban la razón:

—Si tu hijo se vuelve Vanessa lo aceptas, Josefa, como haríamos todas con un hijo. ¡Anda que no hay también maricones entre los gitanos! ¡Se llora tres noches, pero a la cuarta lo aceptas!

Me ha venido a la cabeza esta historia porque el viernes pasado, en Carabanchel, cuando comía menú del día en uno de los tres bares de la zona donde les caigo muy bien, la camarera me dijo:

—Oh, sueles venir muy “patriótica”.
—No —le dije yo—, es justo al revés, pero me encanta el rojo y el amarillo.

Todos tenemos contradicciones, pero las mías no caben en cinco trailers. Cómo decir que soy antiEspaña pero a la vez promaricón de España. AntiEspaña porque tengo un problema no solo racional sino de carácter estomacal con los autóctonos de todas las partes del mundo, empezando por los vascos, que suelen tender a la pureza, al egoísmo y la mediocridad, a defender un “nosotros” pequeño, cutre y creado en-contra-de. Pero a la vez soy promaricón de España porque me gustan todas las personas que parecen extranjeras en un lugar, lo mismo gitanos, maricones, trans, negros, indios o musulmanes, a los que noto enseguida que se comportan de forma más frágil, sin dar puñetazos en la mesa, como si fueran de una zona limítrofe o “no hubieran nacido allí”. 

Los gitanos de Sestao fueron el primer grupo con el que me sentí bien como travesti. Fue tal el cariño que me cogieron que, una vez que me pasé tres meses sin visitarles, se preocuparon tanto que me trasladaron que en adelante, en el caso de que algún día me pasara algo con “algún imbécil”, que se lo dijera a ellos para darle un escarmiento:

—¡Como no aparecías te juro que pensábamos, tate, a Vanessa ya le han dado una paliza por vestir así! 

Es una de las cosas más bonitas que me han pasado en la vida: ¡hasta entré a ser una protegida de ese círculo de venganzas de los gitanos, que no sé si es una leyenda que se cuenta sobre ellos o es realidad verdadera! 

Cuando llegué a Madrid, sin embargo, tuve otro ataque de masculinidad y de autovergüenza y me desprendí de toda mi ropa de Vanessa, entre ella la roja y amarilla y también el vestido famoso que me regaló Sofía, el que más me he puesto en mi vida. Pero pronto volví a las andadas para confusión mía, pues me di cuenta de que la vida paralela que llevaba, que en Vizcaya había pasado desapercibida por la discreción de sus habitantes, en Madrid era hipercelebrada e hiperescandalosa porque los madrileños son más abiertos y charlatanes. Más de una vez sucedió que vecinos de Lavapiés le hablaron a Iratxe del "maricón del barrio", con mucho jolgorio, refiriéndole cómo vestía y movía el culo, sin saber que le estaban hablando de su marido, por lo que ella me empezó a decir medio en serio medio en broma que no sabía a qué había venido yo a Madrid, si "a ser escritor o a ser maricón". Más tarde me di cuenta de que era inútil insistir en mi masculinidad, sobre todo si no estoy dispuesta a tener sexo con las mujeres, por lo que poco a poco volví a comprarme ropa y recuperé mi nombre verdadero de Vanessa, que ahora lo siento como si lo hubiera llevado desde la tripa de mi madre.

Fue aquel grupo de gitanos el que me puso los nombres de Vanessa y maricón de España. Aquellos gitanos los que, en lugar de abochornarse de mí, me celebraban e incluso me regalaban ropas y fruslerías femeninas. Que captaron que yo no soy un hombre ni una mujer, sino otra cosa que también estaban dispuestos a aceptar para sus hijos "después de llorar durante tres noches". Recuerdo el día en que Sofía me regaló el vestido rojo y amarillo, con qué orgullo decía a las demás “ese vestido se lo regalé yo, es como nacido para ella”. Recuerdo también que Iratxe, a pesar de todas las precauciones que tomaba con ella para que solo descubriera la punta de la punta de la punta del iceberg de mi travestismo, una vez estuvo a punto de pillarme: fue el día en que miró dentro de mi armario de Vanessa y se quedó sorprendida por el predominio de un color.

—¡Cuánta ropa amarilla! —me dijo, sorprendida—. ¿Te gusta el color amarillo?
—Sí, —le respondí con nervios—. Mucho.

No sé por qué casualidad Iratxe no se dio cuenta de que en aquel armario, además de mucho color amarillo, había la misma cantidad de color rojo, ropa que me ponía sin parar porque me gustaba y sabía que les gustaba a los gitanos, sobre todo a Sofía. Por qué milagro no descubrió que yo, en Sestao, no solo era su marido Alberto, sino también Vanessa y el maricón de España.



NO SON las aes mejores que las oes o viceversa, pero las personas llenas de deseo y curiosidad sufrimos mucho si vemos que hay dos tartas maravillosas y solo podemos comer de una. Si de pequeña alguien me hubiera dicho "qué guapa estás", como les decían a mis hermanas, me habrían hecho un gran favor, porque supe desde el principio que estar guapa era mucha más belleza que estar guapo. Quería ser guapa, lista, loca, mágica, ese tipo de aes; y quería ser rápido, travieso, intrépido, obstinado, ese tipo de oes. Una vida de solo oes me limita me enferma me calcina me destruye.


LO QUE cada vez me molesta más de Hugo, Nietzsche, Neruda, Bukowski, Houellebecq: que no hayan dado muestras de disolución del yo, que hayan conservado la ficción de una identidad dura, al contrario que Pizarnik, Plath, Woolf o Tsvetaeva, que muestran una identidad borrosa o a-punto-de-romperse. Ya es curioso que todas sean mujeres y suicidas. ¿Será que los hombres se ven obligados al militarismo de la identidad compacta? ¿Será que las mujeres sufren en el casi-yo, consecuencia del papel subalterno que se les ha otorgado desde la cuna, como se refleja tan bien en los diarios de Plath?


QUIZÁ PODRÍA meter también a Gide o a Proust o a Pessoa como ejemplos de identidades gaseosas, si bien obsérvese que los tres son la antítesis de lo masculino. En el momento en que te liberas de lo macho, el yo se vuelve mucho más flexible, ya no necesita repetirse, ¿pues qué es una identidad sólida, sino una repetición incesante? ¿Pensaría en esto Coleridge en su teoría del artista andrógino? Mientras el artista-hombre quiere liberarse de la carga del yo, la artista-mujer quiere acceder a él, pues la mujer ha sido a lo largo de la historia una persona-sin-yo, una persona que está supeditada al yo del hombre. Pero el acceso al yo solo es creativo si lo desmasculinizas y lo conviertes en multiyo ⇒si adelgazas o destruyes la ficción de la identidad.



DESDE MUY pequeño se me han hecho las críticas de que no tengo fuste, de que no soy sólido, de que me quejo, de que soy débil, de que soy un charlatán, de que no razono, de que soy voluble… que son las críticas comunes que se les vienen haciendo a las mujeres desde la noche de los tiempos. Lo más femenino de mí no está en mi armario ni en mi ropa ni en mis tacones: está en mi cerebro.



SOBRE MI último nombre/gamberrada, pedacito de maricón, observo que las dos primeras acepciones de maricón en el DRAE confirman al 100% mi condición:

1. Afeminado, que se parece a las mujeres.
2. Dicho de un hombre: Apocado, falto de coraje, pusilánime o medroso.

La primera acepción la llevo cumpliendo desde los diez años, cuando corría a los armarios de mis hermanas a probarme sus ropas; y la segunda la llevo conmigo desde que nací, porque, salvo algún relámpago de valentía que me ha surgido en ocasiones, sin duda por error, he sido siempre un cobardica que todo lo soluciona huyendo y recluyéndose en su soledad.



DE LAS mejores cosas que me pasaron este año fue que mi masturbamusa política favorita con mucha diferencia, la ex presidenta Cristina Cifuentes, se encontró por la calle con un cubo neorrabioso y lo subió a su Instagram: cuando vi la fotografía me invadió la cursilería del “sueño cumplido”. ¿Y por qué hay tantas políticas entre mis masturbamusas, y por qué casi todas son de derechas? Sin duda porque soy un hombre beta, la mínima cantidad de hombre que puede haber en un hombre, y me electrizan las mujeres fálicas y poderosas, las pentesileas que me ningunean, me penetran y me dan órdenes. De hecho, no pude dejar de pensar que la presi, cuando se encontró con el cubo, sintió la vibración telepática de su maricón favorito.



CADA VEZ se me hace más pesado vestir de hombre, las raras veces en que todavía lo hago. Esta mañana me he puesto mis botas altas negras, unos pendientes exagerados y un vestido amarillo, y al mirarme sin querer en el espejo, me he sorprendido un montón: ¡qué guapa estoy!, me he dicho, pero no era guapura lo que veía, sino comodidad, autoafirmación, naturalidad. Cada vez que salgo vestido de hombre, me pasa que camino por la calle desgarbado, cheposo, como un ser desahuciado de la sociedad; es vestirme de Vanessa y empiezo a caminar erguida, balanceante, feliz de la vida, como si me estuviera comiendo el mundo.

Hoy he pensado esto, quizá sea una tontería pero para eso se escribe un diario: he pensado que en el futuro lejano, si la igualdad se va haciendo efectiva, los hombres van a terminar vistiendo como las mujeres. Se caminará hacia lo unisex, pero lo unisex será 90% femenino, porque lo femenino, en cuestiones de vestimenta o estética o perfume, es muy superior. Los hombres no pueden seguir haciéndose tanto daño, es insostenible seguir vistiendo de cadáveres por culpa de las pautas culturales. Cuando veo las reuniones de políticos en la UE, donde una mujer con tan poco sex-appeal como Angela Merkel, por el solo hecho de incorporar el color a su vestuario, parece Rita Hayworth al lado de sus compañeros grises, militares, uniformados, me suelo preguntar: ¿Es que no se dan cuenta? ¿Hasta cuándo los hombres van a insistir en ESTO? 

 …de hecho, en los pequeños cortos que ruedo en mi cabeza para mis masturbaciones, tuve uno muy recurrente en el pasado en el que sucedía esto: conocía a una chica con el mismo número de pie que yo, la misma talla de pantalón, la misma de camisa… y como ella estaba abierta a mis travestismos, al final decidíamos tener un solo armario y toda nuestra ropa era de mujer. Volviendo a mi idea de arriba, no me parece del todo estúpido que en el futuro haya parejas (supongo que ya las habrá ahora, aunque pocas) que tengan un solo armario y toda la ropa sea susceptible de ser vestida por los dos.



UNA VECINA me solía decir, cada vez que se encontraba conmigo:

—Vanessa, estamos muy contentas contigo porque nunca montas ningún escándalo.

Como si lo propio de las travestis fuera el crear escándalos, cuando el triste escándalo está en el ojo del hetero, que es un ojo viejo y detenido. Pues bien: cómo será el eco social que está causando, en los últimos meses, el aumento de las agresiones a miembros LGBTI, que esta vecina mía, que es una buena mujer, ahora ya no me agradece para nada que "no monte escándalos" y me dice en cambio, cada vez que me ve vestida corta y botimatona:

—Vanessa, ten cuidado.


HA LLEGADO el otoño y vuelvo a ser la marybotas de Carabanchel. En verano apenas me travisto porque me da pereza depilarme; pero apenas llega octubre regresa lo que soy: la que soy. De los veinte pares de botas que tengo, además, existen tres o cuatro cuyos tacones no me hacen daño, por lo que camino con ellos con una superioridad que ni una manada de leonas. ¿Cómo? ¿Que nunca has caminado sobre tacones altos? ¿Porque padeces de la limitación de creerte hombre? Entonces nunca sabrás lo que es dominar la calle, lo que es el poder.


FUI POR la mañana a recibir mi primera sesión de depilación láser en la cara, sistema del que no tenía ningún conocimiento pero presuponía, no sé por qué, que sería indoloro, y me encontré con que funciona mediante descargas y hace un daño de mil demonios, si bien la sesión de maltrato duró poco más de cinco minutos. Qué duro es el sueño de ser mujer, amigos míos, qué dura es incluso la parodia de ser mujer, como es mi caso. Hasta me planteé no volver más al centro de depilación, pero debo ser una mari valiente y además pagué por adelantado 384 euros por 20 sesiones. Cuando salí, me tocó firmar en una hoja que acreditaba que había recibido la primera sesión, así que firmé “Vanessa” con las letras muy redondas, alargadas y bonitas, como firmamos las maris.


LLEVO SEIS meses en que soy Vanessa todos los días. Neorrabioso se me está olvidando, yo no tengo nada que ver con ese tipo. La gente se asombra un poco ante mis pintas putifalderas, pero cada vez menos. Ayer entré en una tienda de segunda mano: allí coincidí con una chica que ya me ha visto otras veces y no se escandaliza para nada con mis travestismos, aunque me suele hacer comentarios, casi siempre negativos:

–Fatal otra vez. ¡No sabes vestirte de mujer, por favor, es que vas como una choni! 



CUANDO COMENCÉ a ir al dentista en Vitaldent me puse de nombre Edurne. En el Dentix de Quevedo me puse Paula. Como en Dentix las dentistas que te atienden cambian cada poco, al segundo año apareció una que flipaba con mi nombre:

—Pero, ¿cómo es que te llamas Paula?
—No, es que tengo problemas de identidad: cuando empecé aquí me sentía mujer, pero desde hace unos meses he vuelto a sentirme hombre.

Este tipo de gamberradas travestis son típicas de mí. Habré utilizado unos treinta nombres de mujer desde que he llegado a Madrid, los más frecuentes Jennifer, Vanessa, Edurne y Paula. Habrá como quince o veinte chicas que me tienen apuntado en sus móviles con maricón o nombre de mujer, casi todas ellas chicas americanas o de costumbres nocturnas o que sufren de insomnio, pues mis ratos mentales travestis me suelen llegar con más frecuencia de madrugada, donde les cuento historias increíbles de mis operaciones de pecho o trasero o mis escándalos sexuales con hombres, todos falsos, por supuesto, y que hacen que algunas se enfaden conmigo cuando descubren la verdad (algunas nunca la descubren y eso me da pie a contarles mentiras aún más gordas). Este detalle de las mentiras es consustancial a mi travesti: cuando me sueño mujer, sucede que me infantilizo y me vuelvo una mentira con patas. A veces he pensado si estaré loco (me gustaría), pero me basta entrar en las páginas anglosajonas de sissies, donde este fenómeno está mucho más extendido y es más público, para encontrar a miles de hombres que les sucede lo mismo que a mí: a todos ellos les gusta vestirse de mujer o imaginarse como mujeres; y a todos les gusta que las mujeres les llamen faggotslut cocksucker y les obliguen a comportarse como tales.

Ser hombre es un coñazo inmenso. Yo no tengo nada que ver con esos tipos. Qué aburrimiento este cuerpo mío sin caderas ni curvas ni labios gruesos. Quiero taconear como ellas y mover el culo como ellas y las manos como ellas. Quiero ponerme vestidos increíbles y perder el zapato izquierdo al regresar de noche. Quiero que venga de una vez el genio de la lámpara y me conceda el deseo secreto de mi vida:

—Quiero ser Jennifer López.